Sin que falte ninguna

Alberto Ordóñez Ortiz

A simple vista son invisibles. Para verlos se requiere de microscopios. Si a su tamaño nos referimos, podríamos decir que son poco menos que insignificantes. Pero, están allí, desafiantes, listos para irse en contra de nuestra especie, misión para la que les habría armado la naturaleza. Sin embargo, su presencia ha determinado que inclusive las principales metrópolis de nuestro “ancho y ajeno mundo”, sean ahora ciudades fantasmales, invadidas hoy por distintos animales, entre los que la implacable belleza de los venados, cobra especial relevancia. Se podría afirmar que han vuelto los desplazados a sus lugares de origen. Las puertas y las ventanas permanecen cerradas a cal y canto, marcadas por la negra cruz de un terror inocultable.

Los virus, según información científica de última data, tendrían una existencia de 3 mil millones de años. En tanto que el Homo Sapiens, -nuestro más remoto ancestro- alcanzaría según reciente revelación de un equipo científico del Instituto Max Planck, una antigüedad -aunque haya piezas misteriosas sin resolver- que va de los 300.000 a los 350.000 años. Vale decir, una diferencia colosal. Una diferencia que supera el asombro y se instala en ese umbral en que todo es abismo. Su entrecruzamiento en distintas épocas ha causado millones de muertos. Detrás del misterioso velo de la existencia humana está la conciencia, y con ella, la capacidad de entender, descubrir y redescubrir el mundo, sin embargo frente a los virus, su impotencia es descomunal.

El coronavirus, tiene la provocativa forma de una corona. Se podría decir que pertenece a la realeza de los virus. Entre tanto, a lo largo y ancho del mundo, hay un silencio enorme. Uno que por su tamaño es un estrépito nunca antes registrado. Un silencio que habla en todos los idiomas y dice todas las palabras, sin que falte ninguna. (O)