El mundo que fue

CON SABOR A MORALEJA Bridget Gibbs Andrade

OPINIÓN|

Al principio del encierro los recuerdos recientes eran vívidos. Y creo que hoy, a un mes y medio de haber restringido nuestras vidas en maneras que jamás imaginamos posible, lo siguen siendo. Aquel sábado del almuerzo familiar, la última película que vi en el cine, el abrazo largo y apretado de mi nieto, la velada con los amigos de siempre, las cenas eufóricas con mis amigas de toda una vida. El último viaje al extranjero a visitar a mi madre y a reconocer los caminos, lugares y sabores que me abrazaron cuando niña.

Las caminatas matutinas a la orilla del río. Si por algún motivo no podía salir en las mañanas, por las tardes era igual de agradable hacerlo. Con el suave viento frío y fresco bañándome la cara me deslumbraban los últimos rayos de sol que se escurrían entre las nubes, regalándome atardeceres estupendos que bien pueden formar parte de nuestro acervo natural.

Uno pensaría que el encierro, como una suerte de condena, conduciría a una desazón intolerable. Pero no es necesariamente cierto. Como el canario sentenciado a vivir en una jaula, el ser humano también se adapta y hace de su nueva rutina algo extrañamente llevadero. Los balcones y ventanas se han convertido en los confines que delimitan nuestra libertad. Ya no somos habitantes de una ciudad, sino náufragos en una morada.

Cuando salimos a la calle para actividades estrictamente necesarias, el entorno nos obliga a dejar atrás las señales de afecto y de cortesía y de familiaridad urbana. Nuestros escudos, los guantes y mascarillas, nos protegen de un adversario traicionero e invisible. Estamos a la espera de que, paulatinamente, nos podamos reincorporar a una nueva realidad. Digo nueva porque la anterior, sin duda, permanecerá relegada a tiempos remotos, olvidados y en ocasiones, añorados.

Se presume que tal vez en unas semanas podamos salir de nuestros refugios y deambulemos por lugares que alguna vez estuvieron llenos. Ocuparemos el nuevo escenario sin aquellos que desaparecieron con esta plaga. Se ha sugerido desterrar el apretón de manos. Espero que quede solo en eso, en una sugerencia. Por lo pronto, ya estoy planeando qué es lo primero que voy a hacer apenas se termine la cuarentena: tumbarme al sol y recordar el mundo que fue. Sin dejar de ayudar a crear uno nuevo y mejor que el de ayer. (O)