Los recuerdos (XIII)

Jorge Dávila Vázquez / Rincón de Cultura

Entré en la biblioteca de Gabriel Cevallos García, deslumbrado.

Los estantes mostraban los libros en perfecto orden, y ahí estaban todos los títulos que yo hubiese querido tener.

En esa época -mis 15 años- me aficioné mucho a la literatura norteamericana, y allí, al alcance de mi mano, estaba una obra que no había podido conseguir: “Réquiem por una  mujer”, que la sabía cercana a la terrible “Santuario”, y que tenía una forma dialogal próxima al teatro.

Tomé el libro y empecé a hojearlo. “¿Te gusta Faulkner?” Oí a mis espaldas la voz del Dr. Cevallos, y casi suelto el volumen del susto. Que sí dije, y que tenía curiosidad de conocer el “Réquiem”. “Llévatelo. No me gusta”, afirmó. “¿Has leído “Santuario”? Asentí. “¿Qué edad tienes? No creo que sea una novela para tus años. Es violenta, sexual, aberrante… Pero es tu responsabilidad.” Quedé sin palabras. “Llévate ese libro como regalo, y en préstamo, todos los que quieras… poco a poco.” Nos reímos.

Eran casi dos años que trabajaba con Chabela Cevallos García, en una pequeña farmacia suya, y me había vuelto muy cercano a la familia, sobre todo a Doña Matilde García, una dama menudita, seria, pero dotada de un sentido del humor que heredaron sus hijos; generosa y llena de comprensión. Iba muy frecuentemente a la gran casa que los Cevallos tenían en la calle Luis Cordero -patio, traspatio y huerta, como era lo tradicional-; admiraba la pintura mural de sus vastas habitaciones. Cuando aprendí a conocer el arte, identifiqué en alguna medida las obras del segundo piso, con los luminosos cuadros de Turner.  Iba, sobre todo, cuando “la niña Matita”, como llamaban todos a Doña Matilde, requería alguna compra especial -cera de carnauba, para que la de piso haga brillar el entablado, donde el Dr. Emiliano Donoso; alpiste para la jaula inverosímil del Dr. Victoriano, en la que cabían todos los pájaros del mundo -que iban y venían libres, alimentándose de granos y frutas, y calmando su sed-; o un mandado de confianza: alguna golosina para su prima Cristina Jaramillo o unas frutas para la Chabelita Cuesta, madre del gran prosista Ramón Burbano… Iba mucho a esa casa,  pero nunca me atreví a entrar en el templo de la biblioteca de Gabriel, hasta esa primera, inolvidable vez.