Los recuerdos (XVI)

Rincón de Cultura Jorge Dávila Vázquez

OPINIÓN|

Confieso que una de las características de mi trabajo, desde muy temprana edad, fue siempre hacer del lugar de mis labores, mi segunda casa. En 1975, cuando trabajé en la Biblioteca de Filosofía, tuve una aguda crisis de salud: un mes en el antiguo Hospital del IESS, sin diagnóstico. Algunos amigos de la Universidad, hasta llegaron a condolerse con mi familia. Pero sobreviví. Y no solo eso, si no que durante ese tiempo elaboré el borrador de mi novela primogénita, mientras escuchaba por horas el Réquiem de Verdi, que sería el fondo de uno de sus capítulos. A la larga, y luego de muchos exámenes, se descubrió que era un problema de colon sensible y se me sometió a una dieta, que, en algunos de sus aspectos, ya dura 45 años, y que cada vez que la ignoro, me causa serios problemas. El especialista recetó varios medicamentos, que debía tomar a horas fijas, a lo largo del día.  La bibliotecaria Nelly Peña juraba que en esos grandes sacos -a veces impermeables- que uso siempre, y que ella llamaba “armarios”, había una farmacia entera, además de la que mantenía en una repisa usurpada a los libros, y que años después de dejar mi puesto, ella siguió encontrando Gastropax, Milanta y afines. Seguro que sí.

La maravilla de la Biblioteca, para mí, era que descubrí los viejos textos clásicos, que no les interesaban mucho ni a profesores ni a alumnos, y pude llevarlos a la casa, sin problemas. Pero fue también una época curiosa, porque mis afinidades han sido siempre literarias, pero, por influencia de importantes maestros y por necesidades de cátedra, leía filosofía.

En nuestra Facultad, sabía exactamente en dónde estaba cada libro y eso facilitaba mucho la atención. No era una biblioteca muy amplia, pero sí bastante especializada en Humanidades, con una gran carga en lo referente a Lengua y Literatura.

En Jurisprudencia, Sarita Alvarado administraba otra biblioteca, llena de textos de Derecho, y que, sorprendentemente, contaba con una colección de textos literarios en francés, que la joven y cordial señora responsable me los facilitaba, porque quizás no muchos los leían. La estrella era MEMORIAS DE ULTRATUMBA, la obra maestra de Chateaubriand, que se convirtió en uno de mis favoritos para siempre. (O)