Doscientos años de soledad

Alberto Ordóñez Ortiz

Cuenca se apresta a festejar sus 200 años de independencia. Los cumplirá el martes venidero. No será por todo lo alto, porque ciertas autoridades, de forma equivocada, le quitaron el brillo que se merece. Sin ningún justificativo de peso, no se entregarán las preseas que son el cúlmine de estas festividades, excepto la “Municipalidad de Cuenca”, conferida merececida y únicamente ¿discriminación? al personal de la salud de los hospitales Vicente Corral y José Carrasco, por su invaluable aporte en el combate a la pandemia. La presea “Fray Vicente Solano”, el máximo galardón cultural, fue ominosamente borrado del mapa festivo. Por tanto, serán unas fiestas deslucidas que, contrarían lo que es Cuenca: Una “ciudad con alma”.

No me detendré en su gesta heroica, salvo para honrar los nombres de sus principales artífices: José María Vázquez de Noboa, Javier Loyola y, desde luego, el teniente Tomás Ordóñez. Pero, por ahora, permítanme afincarme en la tesis de que la palabra independencia sólo es una palabra sonora para una Cuenca relegada casi totalmente del apoyo estatal. Confinada. Marginal.

Sin embargo, sus más preclaros hijos la fueron creando a pulso, hasta convertirla en un centro cultural, industrial, financiero, comercial, turístico, artesanal y un extenso rimero de actividades de la más alta relevancia. Entonces, si Cuenca tributa más de lo que recibe, hablar de su independencia resulta más que una ofensa. Una consulta popular para que sus dineros sean manejados por sus verdaderos dueños: los cuencanos, sería supremamente interesante. Entre tanto, tendremos que convenir que, en la reseñada fecha, por fuerza de las circunstancias, Cuenca, -parafraseando al inmortal “Gabo”- cumplirá 200 años de soledad que, numéricamente son un soplo, pero son, también, la suma de la vida de todos sus hijos. (O)