De vacaciones a la hacienda

Josefina Cordero Espinosa

“Oh estación que has visto tantos adioses,

tantas partidas y tantos retornos, ya reposas

y disfrutas de esas que vuelven trayendo la brisa

o el sol o tus piedras”

 

No era fácil viajar a los escenarios en los que se desarrolló mi infancia, las haciendas de mis padres, Molinohuayco y Charcay, llenas de ayeres, de auroras y de ocasos, del silbido del viento y del trinar de las aves como rítmicas melodías meciendo los trigales y acompañando la danza de los árboles; la neblina que nos cobijaba en los paseos y el silencioso encenderse de las estrellas iluminando la noche …

Los preparativos comenzaban varias semanas antes. Era necesario programar la fecha de la ida, para con anticipación “hacer venir las bestias” de la hacienda, caballos de silla para la gente y mulas de aparejo para la carga, con peones que ayuden unos llevando a los niños y otros guiando las acémilas.

Salíamos a la madrugada, los vecinos espiaban y decían sus encomiendas y adioses a la caravana. En El Descanso era la primera parada; se avanzaba a la posada de Nasón y almorzar temprano. Habiendo “tomando la fuerza” se subía hasta Mosquera. Aquí los guías revisaban las herraduras de los animales y ajustaban las cargas, pues comenzaban los famosos fangos, resbaladeras, pantanos, etc. Los peones que hacían de “estriberos” se colocaban a pie junto a los caballos que montaban las señoras y los menores y asidos de la rienda o de la cola, iban al paso de la bestia cuidando que los jinetes no se caigan, sobre todo al pasar los “camellones” de Curiquinga.

Llegando a Inganilla se veía Cañar, a donde bajábamos con facilidad, y al anochecer llegábamos cansados a los patios de Molinohuayco, anhelando dormir. (O)