El estado de excepción

Lo que se venía venir para gran parte del Ecuador ya está. Por recomendación del Comité de Operaciones de Emergencia Nacional (COE) el presidente Lenín Moreno decretó el estado de excepción durante 30 días en ocho provincias: Azuay, Pichincha, Guayas, El Oro, Manabí, Santo Domingo, Esmeraldas y Loja.

Entre otras, tal medida implica el toque de queda, restricción del tráfico vehicular, y límites al derecho a la libertad de asociación y reunión.

La finalidad es controlar el vertiginoso avance de los contagios de COVID-19. Está en apremio el sistema de salud público y privado. Se ha advertido incluso que en algún momento los médicos hasta podrían llegar a “escoger” a quien salvarle la vida, como sucede en Brasil. Nadie querrá llegar a estos extremos, percibidos hasta como inhumanos.

Se busca evitar reuniones y aglomeraciones; igual las fiestas y celebraciones clandestinas, el irrespeto a los aforos permitidos. Estas y otras circunstancias, precisamente llevaron a que los contagios se aceleren en aquellas ocho provincias, cuya movilidad entre sí es alta.

La indisciplina de gran parte de la población, la falsa sensación de seguridad y la proximidad de la vacunación, han llevado a que el país viva una situación casi similar a la sufrida hace un año.

Los alcaldes de cada cantón de las ocho provincias comprometidas en la declaratoria del estado de excepción acatan la decisión presidencial, aunque con ciertas variantes, pero con el mismo fin.

Las implicaciones de tal resolución, sobre todo económicas, una vez más deben llevar a que la población cumpla con las medidas de bioseguridad.

Si la vida está de por medio, debe entender lo que significa una pandemia, caso contrario un potencial confinamiento está a las puertas. Y esto sí sería gravísimo.

Si en países cuya población ha sido vacunada mayoritariamente, Chile por ejemplo, vuelven a tomar medidas extremas porque el virus y sus diversas cepas no dan tregua, qué se puede esperar de Ecuador, donde la inmunización aún está en ciernes.