Cadenas, no; campañas, sí

Rubén Darío Buitrón

La comunicación oficial en el gobierno de Guillermo Lasso muestra fisuras conceptuales dentro del mismo régimen, pues creer que es suficiente con videos del Presidente en las redes sociales es un error: Lasso acertó cuando dijo que no haría cadenas nacionales y que se comunicaría por las distintas plataformas de redes sociales, pero eso no tiene nada que ver con las grandes necesidades ciudadanas de que se informe y se guíe a la población.

La decisión presidencial fue una manera de dejar atrás un pasado donde los primeros diez años de la llamada “revolución ciudadana” (2007-2017) se infoxicó a los ciudadanos con un excesivo nivel de cadenas nacionales, que no solamente interrumpían las actividades cotidianas sino que envenenaban el alma del país con ataques, calumnias, burlas, infamias y amenazas en contra de quienes discrepaban o cuestionaban al omnipoder de Rafael Correa.

En los cuatro años restantes de aquella pesadilla mediática (2017-2021), los cerebros del gobierno de Lenín Moreno —que sorpresivamente anunciaron un distanciamiento ideológico y comunicacional con su antecesor—  hicieron el mismo nivel de daño pues, en este caso, no hubo ataques, calumnias, infamias y amenazas en contra de los críticos pero jamás se utilizaron de manera correcta, útil y adecuada los espacios que tienen de forma gratuita los regímenes.

El caso del equipo de Moreno fue patético: se cambiaron los formatos una y otra vez, se alteraron los lemas, se alteraron las formas y variaron las maneras de comunicar lo incomunicable porque lo que se decía en estas cadenas era mentira: el gobierno de la post revolución ciudadana no cumplió ninguna de las promesas que hiciera en su campaña electoral ni las que hacía en sus recorridos y viajes por las diferentes regiones del país.

Pero si en los dos casos el fracaso fue ideológico y político al comunicar lo que no era cierto o al mentir para sostener la credibilidad del líder, mayor ha sido la frustración y más evidente la mentira desde que llegó la pandemia.

Aunque no fuera moral ni ético que los mandatarios y sus estrategas dijeran lo que quisiesen desde los niveles ideológicos y propagandísticos con el afán de engañar a la población o realizarle masivas lobotomías, la débil estructura de control ciudadano del Estado mostró que uno de los más perversas herramientas de la política es la mentira y que los comunicadores se afanaron —con sagacidad durante el régimen de Correa y con torpeza desde el de Moreno— en explotar hasta la saciedad el mecanismo de las cadenas nacionales (sin contar con las sabatinas correístas que eran el espacio mejor aprovechado del exmandatario para afianzar su discurso supuestamente socialista y arrasar con todo aquello que no era de su interés o que se oponía a sus tácticas y a sus planes).

Hoy, un mes después de que Guillermo Lasso asumiera el poder, aparece en el Gobierno una confusión estratégica que puede hacer daño al país en todas sus instancias.

No está mal que el Presidente haya decidido comunicarse con la población por medio de las redes sociales (incluyendo su ya proverbial tiktok) y que haya resuelto, como parte de sus lineamientos mediáticos, no realizar sabatinas ni cadenas nacionales. El país merecía descansar de los diez años de bombardeo retórico y de los cuatro años de mediocridad discursiva.

Pero los actuales artífices de la comunicación pública oficial están equivocados al no separar la comunicación personal que Lasso quiere -para informar sus cuestiones personales-, con la comunicación colectiva que urge a los ciudadanos.

En un punto complejo del proceso de vacunación, que es lo único que podrá traer al país la reactivación económica que tanto necesita, el silencio de la Secretaría General de Comunicación (SEGCOM) es más que preocupante, pues hay centenares de personas que han caído en la trampa de las verdades a medias y huyen de la inoculación.

Al evadir la vacuna —probablemente por una estrategia planificada en lo más terrible, sórdido e infame de fuerzas oscuras reverentes a líderes amargos y frustrados y que no aman el país, o por omisiones gubernamentales que serían imperdonables— Lasso no podrá cumplir su promesa de campaña de vacunar a 9 millones de ecuatorianos en 100 días, la oposición se le vendrá encima, la reactivación económica se complicará aún más y la pandemia seguirá amenazándonos con su furia del dolor y muerte.

¿Cuál sería una manera de evitar que ese apocalipsis arrase con nuestro país? Hay una serie de políticas que pueden y deben diseñarse y aplicarse, entre ellas una campaña masiva e intensa de persuasión a través de todos los medios de comunicación con los que cuenta el Gobierno, desde las cadenas nacionales con sentido social (que son su única razón de ser) hasta el uso de los medios públicos e incautados que están bajo el control de la SEGCOM.

Los investigadores Dolores de la Mata y Federico Pena, en un trabajo encargado por la CAF, desarrollan y profundizan el tema de cómo lograr campañas exitosas de vacunación contra el Covid-19 en América Latina, en la perspectiva de que alcanzar la inmunidad colectiva requerirá vacunar entre el 60 y el 80 por ciento de la población.

De la Mata y Pena aseguran que “la dimensión de la demanda por las vacunas cobra especial relevancia para garantizar el éxito de las campañas de vacunación, en primer lugar porque existe amplia evidencia de que una fracción importante de la población no utiliza los servicios médicos (incluidas las vacunas) aun estando convencidos de su efectividad”.

El estudio concluye que “se ha observado una creciente desconfianza en la seguridad y efectividad de las vacunas en ciertos grupos de la población y, en el caso de la vacuna contra el Covid-19, la falta de confianza podría también extenderse a personas que habitualmente aceptan las inoculaciones pero que ahora reaccionan así por la incertidumbre y las fake news sobre su efectividad y seguridad”.

De la Mata y Pena citan una encuesta que establece que, en América Latina, solo el 16 por ciento de los latinoamericanos está totalmente en desacuerdo respecto de que las vacunas sean seguras, mientras que un 69 por ciento de encuestados asegura estar dispuesto a vacunarse con las nuevas fórmulas científicas.

Y aunque las cifras parecen alentadoras, es preciso insistir en que en cada país se necesita que esté vacunada al menos del 60 al 80 por ciento de la población para alcanzar la inmunidad colectiva llamada “de rebaño”, cifras que, al menos hasta esta fecha y al haber cumplido Lasso un mes de gobierno, no alcanzarían a cumplirse.

El tema del ausentismo en el proceso de vacunación es político, no social. Como escribió Pablo Cuvi en su reciente columna de El Comercio, “olvidan los incautos que el peligroso movimiento que se opone al uso de las vacunas —que han salvado cientos de millones de vidas— surgió de un estudio fraudulento que publicó un tal doctor Wakefield en la prestigiosa revista inglesa The Lancet, allá por 1998”.

Las reacciones del mundo científico ante tan irresponsables afirmaciones, señala Cuvi, no se hicieron esperar y poco después se descubrió que Wakefield había falsificado los datos y tenía intereses económicos en otra vacuna que él promocionaba contra el sarampión.

“Ante las denuncias, The Lancet terminó pidiendo disculpas por el artículo y el Consejo Médico británico le retiró la licencia al pícaro, pero el movimiento antivacunas ya había cobrado vuelo, sobre todo en EE.UU. donde muchos padres (vacunados ellos, claro) dejaron de vacunar a sus nenes». ¿Resultado? Enfermedades como el sarampión, erradicado décadas antes, volvieron a aparecer”.

Cuvi afirma que eso a los antivacunas no les quita el sueño. Al contrario, dice, cuando empezó la búsqueda de una vacuna contra el Covid-19 el terreno estaba abonado para que se propalaran por las redes las más absurdas teorías de conspiración, atizando el miedo y el rechazo a la ciencia.

Para mayor inri, finaliza el texto de Cuvi, “innumerables amantes de la medicina natural han sido convencidos por otros embaucadores de que un químico tóxico destinado a desinfectar agua potable, blanquear madera y hasta erradicar chinches, el dióxido de cloro, es el remedio milagroso contra el Covid-19. En consecuencia, lo ingieren como antídoto aunque los médicos serios, la OMS y la academia adviertan que es peligroso para la salud y no surte ningún efecto curativo. En los cementerios reposan miles que confiaron su vida al infausto dióxido”.

¿Qué espera, entonces, la SEGCOM para planificar y lanzar una campaña de información y concienciación, en todos los medios a su alcance y con la cooperación de los medios privados, sobre la necesidad ineludible de vacunarse para estar a salvo del mortal virus?