Algo que se llama vida

Alberto Ordóñez Ortiz

No se cómo se dio la vida en este planeta. Como floreció, se extendió y dejó su firma en los últimos y más remotos rincones. Ni cuantas transformaciones físicas, químicas y de todo orden tuvieron que ocurrir para que triunfalmente adviniera. Ni cuantos miles de millones de años debieron transcurrir para que apareciera la primera célula y asumiera el prodigio de dividirse y de propagarse hasta alcanzar formas evolutivas más avanzadas que terminaron en una flor, en el salto de plata de una ballena jorobada o, en el beso de las muchachas cuando agonizan detrás de su ventana. Solo se que estoy aquí. En este mismo y pasajero instante, bajo esta noche que de intención asomó estrellada, como saludándonos en el idioma de las cosas altas y lejanas y diciéndonos quedamente al oído sobre el sagrado milagro de que estamos vivos. Para probarlo una oleada de jazmines nos da de lleno en el rostro.

No se cómo sucedió. Malversar el tiempo en averiguarlo me haría perder uno precioso e irrepetible y, como somos seres de tiempo y él se va como agua entre las manos, no nos queda otra opción que vivir la vida en toda la intensidad de sus plurales oleajes, más aún, si por ser tan corta, es un fulgor de la nada. Entonces es cuando decido perderme en las insondables profundidades de los ojos esmeralda de mi amada, donde el mar se pone verde de envidia y es desde donde también, si salgo, salgo hablando en cuarto crecientes. Prefiero gastar los ojos en mirar pasar delante de mí la eternidad de sus invencibles caderas y de sus curvas perfectas y cerradas o leer a Neruda cuando hay una “estrella que titila azul a lo lejos” y que nos persigue a donde vayamos.

La noche arriba parece querer decirnos algo sobre el milagro de la vida y solo alcanza a entregarnos su parpadear y él termina deshaciéndose en nuestras perecederas manos. (O)