Luto

Aurelio Maldonado Aguilar

El ambiente era lúgubre, de paredes ennegrecidas por los años y una pátina de hollín que parecía tener el grosor de un milenio de acumular capas por el trabajo diario, lo cubría todo. Las lumbres calentaban y resecaban el ambiente desde las profundas barrigas de los hornos, crujiendo en medio de brazas saltarinas que terminaban solo siendo polvo y ceniza. El olor a pan caliente cundía, despertando el apetito. Los fogones del barrio de San Sebastián, horneaban muchos tipos de pan que se acumulaban brevemente en enormes canastas de totora y se aprestaban a salir con su exquisita cola de olores al mercado, mientras que, en seguidilla, ingresaban blancos y fríos los nuevos amasijos de harina. Los infiernillos nunca se enfriaban y las noches descansaban pocas horas para empezar nuevamente, ya de madrugada, sus faenas deliciosas. Muchachos, muy muchachos del barrio, asistíamos a comprar el pan, mandados por los grandes de la casa. Allí, entre olor a pan caliente, hollín y bocas incandescentes de los hornos, nos encontrábamos los vecinos que, además de conocidos, sin saberlo éramos amigos. Desde esas profundas épocas conocí al que sería un gran escritor en el futuro. Desde esas décadas pasadas, siempre nos tratamos como vecinos, respetuosamente. Eliécer Cárdenas, fue mi buen amigo. Hombre sin egos ni envidias, virtudes de los grandes que nada tienen que temer y los celos no son sus compañías. Innumerables tertulias gratas y provechosas tuvimos durante nuestras vidas. Frecuentes saludos y charlas en reuniones culturales, me mostraban al hombre simple y sin esguinces, con su manera de vestir y movimientos de la cabeza y cuerpo, muy peculiares y sin sombra de posturas fingidas o estudiadas. Opinaba bondadosamente de mis insípidos libros y siempre me aconsejaba caminar por las líneas de una novela. Yo le decía que opinaba de aquello de manera parecida a lo dicho por el hermano mayor del cuento ecuatoriano, José de la Cuadra que decía que no podía terminar una novela, porque era como el gallo, rápido y no como el perro medroso. Hoy, tras un golpe certero del destino a su corazón manso, es solo polvo y ceniza, pero deja un legado importante a las letras ecuatorianas y latinoamericanas que nunca olvidarán su nombre y además aquellos recuerdos de un hombre sin hiel, bueno como el pan de nuestro barrio. Estoy de luto, si lo estoy. Se fue el vecino, el amigo de tertulias y el compañero de columna periodística de opinión, de nuestro, por mil razones nuestro, periódico cuencano, el Mercurio. (O)