He leído una hermosa exclamación repleta de esperanza, de Fernando
Tinajero, en el artículo en el cual lamenta la muerte, en brevísimo
lapso, de tres de nuestros escritores: Juan Valdano, Jorge Velasco
Mackencie y Eliécer Cárdenas, de entre ellos, el primero y el
último fueron miembros de nuestra Academia Ecuatoriana de la Lengua y
la honraron y honrarán su memoria, siempre.
«El mundo tiene nombre de espina, y se llama Ecuador, pero nada de lo
que en él fue verdor algún día quedará para siempre como polvo y
ceniza».
Entiendo este final del artículo de Fernando como manifestación de
esperanza: ‘nada de lo que en él fue verdor algún día quedará para
siempre como polvo y ceniza’ ha escrito, como para decirnos que nada
se acabará…; aunque, si añadimos una coma, que su verdor y
alegría, entre el sol y la lluvia, «quedarán para siempre como
polvo y ceniza». ¿Cuál, de entre estas opuestas posibilidades,
retener? ¿Buscó marcar su doble calidad, el escritor?
En la literatura, arte de la palabra, del que los tres fueron ricos y
valiosos autores, el arte venció la batalla con el tiempo; sus
libros les sobreviven y ¡oh paradoja! muchos nos lanzaremos a leer
con enorme interés esas obras suyas que, por la razón que fuere, no
pudimos leer ni comentar cuando estuvieron vivos. ¡Su obra los
prolonga entre nosotros y debería vivir afuera, entre las de tantos
otros escritores parangonables, exaltados, a veces, con razón,
otras, a pura mecadotecnia… ¡El éxito les ha sido egoísta!, no
por inútiles para lograrlo, sino por desconocidos, por ‘falta de
márquetin’, dijo Eliécer en un momento memorable; él, el escritor
tan prolífico y lúcido como modesto, bueno como el pan, reclamó lo
que nosotros, los de aquí, dejamos de hacer para los propios y
hacemos para los extraños: ¡empezar desde afuera, desde lejos, y
dejar pasar lo propio, como si nada!
Parece que hay que irse para contar en el mundo. Y sin el prurito de
‘contar’ por ‘contar’, el mundo que importa empieza en el nuestro: nos
vamos desde aquí, no desde otra parte. Llevamos este ‘aquí’ en el
corazón y en la palabra y si no nos traicionamos a nosotros mismos y
ponemos los medios necesarios, muchos de nuestros escritores, entre
ellos los tres recién idos, contarían más en el mundo, mostrarían
a muchos más que solo a nosotros, con su amor y lucidez, que su
mirada nunca esquivó la realidad, que la tradujo de mil y bellas
formas, ¡lo que es tanto y tan arduo de lograr!
Bien visto, sin consentir en la injusticia de su partida, que nuestro
regreso a lo que ellos dejaron, a su palabra justa, nos redima de
tanta sinrazón; que sus muertes no sean vanas y su palabra bella,
triste, inmensa, nos nutra desde la ausencia. Los perdimos en momentos
en que su contribución a mirar con mirada distinta, a darnos razones
de las infinitas muertes inútiles tras muros que ‘protegen’ a la
sociedad de quienes la ‘dañan’, habría contribuido a sostenernos.
Su partida les ahorró el horror del presente, pero ¡qué solos nos
dejaron, escritores del alma! (O)