Hambre de futuro

Esta es una producción de Cuenca HighLife y El Mercurio en el marco del curso Puentes de Comunicación II de la Escuela Cocuyo y con apoyo de la DW Akademie y el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania.

Esta es una producción de #Cuenca HighLife y El Mercurio en el marco del curso Puentes de Comunicación II de la Escuela Cocuyo y con apoyo de la DW Akademie y el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania.

Por: Karla Sánchez Arismendi

Millones de adultos huyeron de Venezuela convencidos de que en el extranjero lograrían darle mejores oportunidades a sus hijas e hijos ante la crisis de acceso a alimentos que se agravó en su país de origen hace siete años. Miles llegaron a Ecuador y con vulnerabilidades se instalaron en un territorio donde la desnutrición infantil es de las más altas de América Latina. Una periodista y directora de una ONG que presta ayuda médica a migrantes y refugiados venezolanos en Cuenca, relata desde su perspectiva los desafíos que genera la situación.

s martes y en la fundación que dirijo hay un movimiento frenético que sigo desde la oficina. Salgo cuando me avisan que ha llegado una visita que estaba esperando. Es una madre con su hijo de 4 años de edad, a quienes veo entrar. Pasan al consultorio de medicina general y a la estación de enfermería. En la consulta descubren que el infante tiene déficits de peso y talla: debería pesar 16,5 kilogramos y medir 103 centímetros, pero le faltan 3,5 kilogramos y 9 centímetros para alcanzar las medidas mínimas. El equipo médico concluye que tiene un cuadro de desnutrición que requiere de una intervención urgente.

​Me informan del diagnóstico del niño y acuerdo visitarlos después en su casa. Allí hablamos con la madre sobre su historia y sobre qué más podemos hacer para ayudarlos desde la fundación. Ella es originaria de Venezuela. Salió de su país convencida de que allá no tendría perspectivas ni para su familia, ni para sí misma. Por eso se estableció aquí, en la ciudad ecuatoriana de Cuenca, en la provincia de Azuay, donde existe una comunidad venezolana de 12.000 personas, un tercio de la cual está en situación migratoria irregular de acuerdo con datos de la Casa del Migrante, institución de la municipalidad local.

​“Salimos de Venezuela en 2017 porque no podíamos comprar comida suficiente para mi hijo a pesar de que su papá y yo teníamos trabajo”, afirma Dorina González, de 34 años de edad. Forma parte de una de una diáspora gigante, como no se había visto en América Latina y el Caribe. Más de 6 millones de personas han abandonado el territorio venezolano y se han desperdigado como migrantes y refugiados en todo el mundo, pero de modo especial en el continente.

​Poco más de medio millón llegó a Ecuador, según la Plataforma Regional de Coordinación Interagencial (R4V), una instancia multinacional de respuesta frente a la inédita situación. Casi 44 por ciento del total, según el gobierno nacional, carece de estatus migratorio regularizado, lo cual les impide el normal acceso a servicios, fuentes de empleo y vivienda, entre otros. Un tercio de quienes viven en Cuenca están precisamente en esa condición vulnerable.

Como González soy venezolana y también vivo en la misma ciudad, a la que emigré en 2015. Eso, sin embargo, no es lo único que tenemos en común. Antes de dedicarme a tiempo completo al trabajo social para atender a la comunidad de migrantes y refugiados de mi país de origen, atravesé angustias semejantes. Las circunstancias de mi periplo migratorio terminaron por afectar de modo temporal la nutrición de mi hijo. Debí recibir asistencia para superarlo. Por eso me siento reflejada en lo que vive.

​La fundación ha recibido en el último trimestre al menos dos casos semanales de infantes con desnutrición crónica infantil cuyas familias proceden de Venezuela. La DCI, como se le conoce, es un retraso en el normal crecimiento que deberían tener niños y niñas de acuerdo con su edad. Tiene origen multicausal, aunque comunmente se conecta con la mala alimentación. Quienes la padecen pueden volver a su peso y talla regular, pero es probable que arrastren secuelas entre ellas problemas de aprendizaje, dificultades en el desarrollo de la motricidad fina y gruesa o la propensión a sufrir enfermedades no transmisibles como hipertensión o la diabetes.

​Madres y padres atendidos en la fundación coinciden en que abandonaron Venezuela, entre otras razones, porque creían que así salvarían a sus hijos de la desnutrición. Un informe de cuatro agencias de Naciones Unidas advirtió que la subalimentación se había multiplicado por cuatro en territorio venezolano entre 2012 y 2018 hasta alcanzar un quinto de la población. En el año 2019, el Banco Mundial hizo un reporte donde se menciona que la tasa de desnutrición crónica en Venezuela era de 17,8 por ciento. Sin embargo, a falta de cifras oficiales en el país, el año pasado la organización no gubernamental internacional, Oxfam, calculó en 30 por ciento la tasa de desnutrición infantil en Venezuela.

​La paradoja reside en que quienes escogieron Ecuador se toparon con un país donde la desnutrición crónica infantil es considerada un problema de salud pública que afecta alrededor de la cuarta parte de niñas y niños menores de cinco años de edad. “Tener este nivel de DCI de 27,2 por ciento, tan sólo por debajo de Guatemala, nos hace pensar, y nos hace identificarlo como uno de los problemas más graves que ha tenido el país”, me dice Esteban Bernal, ministro de Inclusión Social y Económica.

​El Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) publicó el presente año, un artículo en el que señaló que el Estado ecuatoriano ha ejecutado 12 programas o proyectos relacionados con salud y nutrición desde 1993 sin impacto significativo en la estadística, una realidad que Bernal afirma se quiere cambiar con la presente gestión.

La travesía de decenas de miles de personas que han viajado desde Venezuela por tierra se ha sumado como un agravante en la incidencia de la DCI. “La migración ha expuesto a niñas y niños a una baja ingesta de nutrientes durante su traslado y les ha impedido tener acceso a servicios de agua potable. Además las condiciones de vida suelen ser precarias cuando llegan a su destino. Así tendrán malnutrición aguda o temporal que puede tornarse crónica”, explica Pedro Arias, médico de la fundación.

Un estudio de la Unicef Ecuador confirmó esa opinión el año pasado: 43,7 por ciento de los infantes venezolanos que fueron evaluados por la institución multilateral o por organizaciones aliadas en las fronteras del territorio ecuatoriano fueron diagnosticados con desnutrición crónica infantil. El Ministerio de Salud, sin embargo, tiene estadísticas menores, según las cuales 10 por ciento de la población infantil venezolana en Azuay sufre DCI.

“Cuando hay un diagnóstico de desnutrición crónica infantil significa que el sistema de soporte institucional falló en encontrar y prevenir este problema”, dice Arias, quien es ecuatoriano y hace equipo con una enfermera graduada en Venezuela, Laura Caridad, quien comparte sus inquietudes al ver madres y padres sin los ingresos para proporcionar a sus hijos una alimentación rica en nutrientes y proteínas. “Ningún niño merece padecer de desnutrición”, afirma.

​La fundación donde trabajamos –que se llama GRACE, siglas de la frase inglesa Give Refugees a Chance que en español significa Dale una Oportunidad a los Refugiados– procura ofrecer acompañamiento a las madres que se acercan a través de atención médica y entrega de micronutrientes. Otras organizaciones afines trabajan en áreas semejantes. El HIAS -organización judía global que ayuda a migrantes y refugiados en situación vulnerable– beneficia cada mes a entre 500 a 600  familias venezolanas, en Cuenca, con una tarjeta de alimentación de 25 dólares mensuales para usar solo en comercios afiliados.

​En ese contexto, los relatos de mujeres como González y de otras madres como Deinessix Pitre y Wilna Cedeño, atendidas en la Fundación Grace, son un retrato vivo del alcance de un problema que atravesé y que cambió mi vocación.

El escape de Dorina

“Mi hijo nació en 2017 cuando en Venezuela no se podía comprar comida porque no se encontraba o porque todo era muy caro y no alcanzaba el dinero”, dice Dorina González. “Yo vivía en El Hatillo, Caracas. Estudié mi secundaria y me gradué en una universidad. Antes de emigrar trabajaba en un banco privado como auxiliar contable. Ya estaba casada y mi esposo trabajaba en mecánica automotriz.

​“Durante el embarazo todo fue normal. Como tenía empleo podía comprar el hierro, el calcio y el ácido fólico que me recetaban y el seguro privado me reembolsaba el dinero. El bajo peso de mi hijo, sin embargo, comenzó cuando él tenía tenía un año. A pesar de que mi esposo y yo teníamos empleo, no podíamos comprarle comida suficiente. Le daba arroz, granos, pasta o un pollito cuando conseguía, pero no alcanzaba. Por eso decidimos emprender un plan de migración.

​“A Ecuador primero llegó mi esposo para ver si era factible mantenernos. Consiguió trabajo como repartidor en un servicio de delivery. Ocho meses después llegamos mi hijo y yo. Aquí no he podido ejercer mi carrera, porque no tengo los papeles legalizados en el país y dejé de entregar mi hoja de vida después de que rompieron mi carpeta cuando fui a una entrevista en un local en Cuenca. Ahora me mantengo cuidando a un niño por las tardes. A mi hijo no hemos podido sacarle sus papeles porque no hemos tenido el dinero y esperamos por los nuevos procesos de visado. Mi esposo tenía la visa de Unasur pero se le venció y yo gracias a Dios tengo la visa VERHU (Visa de Excepción por Razones Humanitarias).

​“Cada mes llevo a mi hijo al centro de salud para sus controles pediátricos. Me recetaron hierro y me recomendaron alimentarlo mínimo tres veces al día y darle mucha fruta. Pero no puedo costear el hierro y por eso un amigo me recomendó ir a la fundación. Este año inscribí a mi hijo en el colegio. Está cursando el segundo de inicial de manera virtual. Ahí le dan sus leches y galletas y yo se las doy. Él se está alimentando, aunque tenemos más necesidad de carnes, embutidos, pastas y más.

“Nosotros compramos a diario. El primer año cuando llegamos recibimos la tarjeta de alimentación del HIAS, pero ya no. Cuenca me gusta. Es bonita y tranquila pero a mi me gustaría volver a Venezuela por mi familia. Ahora no puedo porque estoy embarazada. Una médica me dijo que no podía tener más hijos, pero no ocurrió así”.

El hijo de Dorina González juega en su casa. A su madre le han recomendaron reforzar su alimentación y administrarle hierro. Fotografía: Xavier Cavinagua

Vivir en Venezuela

A Cuenca llegué dos años antes que Dorina González y entonces comenzó un periplo accidentado que se convirtió en una migración definitiva. En mi caso, radicarme aquí no fue una decisión planificada sino un giro inesperado del destino. En octubre de 2015 viajaba a la ciudad con mi novio por invitación de una amiga. En la escala en Quito supe que estaba embarazada y que además tenía una tentativa de aborto ocasionada por los esfuerzos con el equipaje.  Los médicos me dijeron que volar en avión de regreso a Venezuela sería riesgoso. Decidimos entonces llegar por tierra a la capital de Azuay, en un viaje de ocho horas. Nos quedamos y mi estancia se prolongó hasta hoy.

​Para entonces la crisis venezolana crecía como una bola de nieve y se encaminaba a convertirse en una emergencia humanitaria así reconocida luego por organizaciones multilaterales como Naciones Unidas. En 2015 la inflación se disparó a 180,9 por ciento, lo que fue apenas un preludio del salto astronómico que dio después hasta convertirse en la peor hiperinflación que se recuerde en el continente. La escasez también se había desatado de un modo impensado. Había que hacer largas colas en supermercados para comprar lo poco que era abastecido incluidos insumos básicos como pañales, leche para bebés o carne.

​Asentada en Cuenca presencié dos transformaciones. La de Venezuela que seguí a la distancia y la de Ecuador que vi delante de mis ojos. En mi país las cosas empeoraron. Una noticia que tocó mis fibras me sirve para explicarlo. Fue un hecho que ocurrió en 2020 en Cagua, estado Aragua, un pueblo vecino a Santa Cruz, donde yo crecí. Quemaban cañaverales y un grupo de niños decidió internarse en ellos para cazar conejos e iguanas que huían del fuego y llevar comida a la mesa. Los pequeños se sofocaron y perdieron la vida. Todo pasó en un lugar donde yo había disfrutado parte de mi infancia de un modo completamente diferente.

​Mientras eso sucedía allá, en Cuenca y en Ecuador llegaban oleadas de personas que venían de Venezuela. El gobierno de Lenín Moreno estableció en 2019 para quienes quisieran pisar el territorio ecuatoriano el requisito obligatorio de la denominada Visa de Excepción por Razonas Humanitarias (Verhu). Su instauración buscó frenar el flujo migratorio y abrir un proceso de regularización temporal para quienes se encontraban en territorio ecuatoriano en estatus irregular. Los costos y la exigencia de documentos, no siempre a la mano, se convirtieron en obstáculos que se acrecentaron en el caso de niños y niñas.

Un dato lo ilustra. En toda la provincia de Azuay, por ejemplo, solo se habían entregado 125 visas a menores de edad entre enero y septiembre de 2021, según me lo confirmó Ingrid Ordoñez, directora zonal 6 del Ministerio de Relaciones Exteriores y Movilidad Humana. “La razón de este número tan bajo es que no están con el padre y la madre juntos. En su mayoría los niños y niñas están solamente con la madre y no tienen un poder del padre para haberlo sacado del país o para solicitar una visa en el Ecuador”.

​Las familias permanecen a la expectativa de las nuevas políticas cuya implementación anunció el presidente Guillermo Lasso el 17 de junio del 2021 en el marco de su participación en la Conferencia Internacional de Donantes en Solidaridad con los Refugiados y Migrantes Venezolanos. En esa reunión dijo que se realizaría un nuevo proceso de regularización que sería complementado con estrategias de inclusión económica que pueden impactar en el bienestar infantil.

​La población migrante ha tenido vulnerabilidades especiales. Muchas mujeres embarazadas han padecido de desnutrición y han sufrido complicaciones por falta de controles prenatales, lo que ha afectado a sus hijos e hijas. Otras, por falta de empleo incluso han terminado en ventas informales en las calles o siendo víctimas de grupos organizados que, según las autoridades, han convertido la mendicidad en un negocio.

​Fabián León, secretario ejecutivo del Consejo de Protección de Derechos de Cuenca, afirma que desde esa institución quieren promover una política para revertir la situación de infancia en mendicidad. El protocolo incluye derivar a los pequeños a centros de cuidado mientras madres y padres trabajan en la calle y capacitar a los adultos responsables para que puedan mejorar sus fuentes de ingreso. En casos de persistencia de la situación, se presentarán denuncias contra los padres para establecer si hay negligencia y eventualmente remitir al menor afectado a casas de acogimiento temporalmente. “Lo que se busca es que niños y niñas estén bien”, dice, aunque las tentativas de separación han creado algunas situaciones de tensión en las calles de Cuenca.

Fui también una inmigrante que llevaba a su hijo a cuestas mientras trabajaba. Sin mayores contactos ni conocimiento de la ciudad, mi primer trabajo fue el de pasear perros de ciudadanos estadounidenses radicados en Cuenca, una ciudad preferida por muchos de ellos para el retiro. Me dediqué a eso precisamente porque era el único trabajo teniendo a mi pequeño conmigo donde fuera.

El ida y vuelta de Deinessix

“Soy venezolana, de los Valles del Tuy, pero mi hijo nació en Ecuador. Tiene dos años de edad y está bajo de peso”, dice Deinessix Pitre, de 23 años de edad. “En Venezuela trabajaba como mesera en un restaurante en Caracas, pero salí de mi país por lo fea que se puso la situación y para comenzar una nueva vida. Vine con el papá de mi hijo. En la primera ocasión fueron dos años. Volví a Venezuela, pero decidí retornar. En esta segunda oportunidad llevo solo meses: regresé en agosto de 2021. Algunos días a la semana hago limpieza en una pizzería, pero no me pueden contratar a tiempo completo porque no tengo papeles. El resto del tiempo vendo chupetas (chupetes) en la calle y pido colaboración.

​“A mi hijo lo llevo conmigo siempre. Nació bajo de peso. Yo me hice todos los controles del embarazo aquí, en Cuenca y gracias a Dios me ayudaron mucho. Sin embargo, yo tenía muy mala alimentación porque carecía de trabajo. Comía solo arroz, huevo, pasta y queso. Lo más barato. En diciembre de 2020 regresé a Venezuela.  En los meses que estuve allá mi hijo se enfermó varias veces y en una ocasión llegó a tener 40 grados de fiebre. Ya estaba convulsionando y en el hospital de Santa Teresa del Tuy no tenían nada que ponerle. No tenían ni un termómetro. Yo me llevé uno de aquí de Cuenca.

“Por eso regresé. Aquí a veces hacemos una arepita con queso. Por la tarde hacemos arroz con pollo o con huevos. En la fundación me dijeron que está con desnutrición, que le diera sopita, carne, pero no puedo comprar no solo porque me falta dinero a veces sino porque tampoco tengo dónde guardar la comida, en una nevera (refrigeradora). Lo que hago es comprar diario. Ahora vivo con varios venezolanos. Dormimos en un colchón que me prestaron y la cocina es de la dueña de la casa, pero ella también me la presta. Tengo que colaborar con el alquiler pero no he podido. Hoy vendí un dólar y ya compre un pan y fruta para mi bebé. Yo no he comido”.

Deinessix Pitre trabaja aseando una pizzería y vendiendo golosinas en la calle para darle de comer a su hijo. / Fotografía: Xavier Cavinagua

Una crisis aleccionadora

No solo fui paseadora de perros con mi hijo a cuestas en Cuenca. Mientras él crecía trabajé en una empresa exportadora de rosas como vendedora a los floristas en Estados Unidos. Además, escribía para varios medios dirigidos a estadounidenses en la ciudad. Los fines de semana tomé un empleo como mesera en un bar y los domingos limpiaba las casas de varias amigas. A veces comía hasta un huevo al día, para guardarles el pollo y carne a mi mamá y a mi hijo. Para entonces me había separado de mi pareja y a mi madre le pedí que viniera desde Venezuela no solo para ayudarme con la crianza sino para poder atenderla de una afección renal que requería una diálisis que en nuestro país no era posible.

​Mi hijo, en esa temporada difícil, fue internado en una ocasión en un hospital regional con una crisis de asma. Allí me dijeron que tenía desnutrición aguda o temporal. Saberlo me sacudió. Mientras estuvo recluido en el centro de salud, recibí ayuda de mujeres que me prestaron ropa cada mañana para cambiarme.

​También comí gracias a una iniciativa de la sociedad civil denominada “Cuenca Soup Kitchen”, que mantiene un comedor para migrantes en la ciudad y que actualmente apoya a 150 familias al mes. El proyecto nació en el hospital donde estaba mi hijo justamente para ayudar a las madres y los padres que no podían costearse un almuerzo en el establecimiento. Esa ayuda que recibí para superar la crisis me hizo convencerme de que yo tenía que hacer lo mismo por otras personas, en especial otras mujeres.

​Todo fue mejorando cuando mi hijo comenzó sus clases en el primero de inicial. A través de las escuelas y colegios, el Ministerio de Educación otorga a cada estudiante una colación que consiste en 18 líquidos y 14 sólidos  que sirven para cubrir la alimentación de 18 días. El paquete incluye entre otros leche entera, néctar de frutas sabores y barras de cereales. Con el pasar del tiempo, son más los niños y niñas de origen venezolano escolarizados. Según datos del Ministerio de Educación, 1.638 fueron inscritos para el periodo lectivo 2021-2022 en Azuay: 91,33 por ciento se encuentran en Cuenca. Sin embargo, hay una gran cantidad de jóvenes migrantes o hijos de migrantes que siguen desescolarizados y sin acceso a las colaciones que salvan a muchos de la desnutrición.

Pude superar con ayuda la situación que viví con mi hijo. Pero desde entonces he procurado entender mejor cómo se puede evitar la DCI. La Unicef señala que son clave los controles médicos en los primeros mil días de vida de niños y niñas. La organización, sin embargo, advierte que el problema no está exclusivamente relacionado con la falta de alimentos, sino que puede presentarse cuando las madres no reciben adecuados controles prenatales o cuando los infantes no tienen acceso a apropiados servicios de saneamiento de aguas o viven en condiciones inadecuadas.

La entrega de Wilna

“Mi hija nunca ha tenido la talla ni el peso acorde a su edad”, dice Wilna Cedeño, de 27 años de edad . “Nació con apenas 660 gramos y pasó ocho meses en el servicio de neonatología antes de que pudiera llevarla a casa. Mucho tuvo que ver con un tumor cerebral que me diagnosticaron y enfrenté en medio del embarazo. Lo descubrieron aquí, en Cuenca. Soy de Apure y llegué a Ecuador el 8 de julio de 2017. En Venezuela estudiaba ingeniería de sistemas mientras trabajaba como encargada de dos locales de apuestas legales. Cuando estaba en el séptimo semestre de la carrera llegó un momento en que dejé de estudiar. Tenía dos sueldos y vivía con el papá de mi hija. Pero no nos alcanzaba el dinero. No teníamos ni para comer. Por eso me vine para Ecuador.

“Mi pareja vino primero y fueron mis cuñados quienes me pagaron el pasaje de autobús. Apenas llegué, me metí en mi teléfono, busqué un trabajo los fines de semana y a los dos días comencé a trabajar en un restaurante. Un año después quedé embarazada. Dos meses más tarde, en medio de un control de embarazo, me desmayé. En ese momento fue cuando los médicos descubrieron el tumor. Vivía con él sin saberlo. Se alimentaba de la placenta. Había estado en el hospital un día antes, porque tenía dolores de cabeza. Un doctor me vio y le dijo a toda mi familia que yo estaba loca, que los dolores eran por el embarazo. Al día siguiente, sin embargo, entré al quirófano de emergencia donde me colocaron una válvula que hasta el día de hoy me ayuda a drenar líquido encapsulado en mi cerebro. Me operaron embarazada. Me dijeron que era mi vida o la de mi hija. Yo no dejé que me la sacaran. Los médicos pensaban que me iba a morir y hasta pidieron a mis familiares que adelantaran con la embajada los trámites para trasladar mi cuerpo a Venezuela si no sobrevivía.

​“Un par de horas después de la operación desperté, en contra de los pronósticos más optimistas. Unas semanas después, me refirieron al Instituto del Cáncer de Cuenca donde me dijeron que el tumor estaba encapsulado y que podía seguir con el embarazo si podía soportar los dolores de cabeza. Yo dije sí. Yo sí puedo. Tres meses después, cuando me hice eco, los médicos descubrieron que el tumor había crecido pero mi hija no y que además su ritmo cardiaco bajaba. Fue entonces cuando decidieron practicar una cesárea después de la cual entré de nuevo al quirófano para que me extrajeran el tumor que tenía en la cabeza, que para entonces no era solo uno sino dos. Después de la operación recibí quimioterapia, radioterapia y aquí sigo.

Del papá de ella me separé, pero él tiene trabajo estable que paga las terapias para su desarrollo. Yo ahora trabajo como ayudante de cocina en otro restaurante. Por suerte por suerte tengo la visa VERHU que me permite trabajar legalmente. No gano mucho, pero con ese sueldo, debo pagar arriendo, comida, ropa, medicinas para mi hija.  Prácticamente gasto todo lo que hago en ella. Lo que más me preocupa es su salud, no pienso en algo más. Tampoco pienso en volver a Venezuela. No puedo. Mi hija y yo necesitamos atención médica y allá no la conseguiremos”.

La hija de Wilna Cedeño nació con bajo peso y talla y requiere atención multidisciplinar para mantener su salud. / Fotografía: Xavier Cavinagua

En Wilna he visto un ejemplo de resiliencia. Quizá no la hubiera conocido de no haber trabajado nunca en la fundación. A la institución llegué por casualidad. Luego de recibir ayuda del Cuenca Soup Kitchen, quise retribuirles ayudando en su comedor del centro de la ciudad. Mientras ponía los cubiertos sobre las mesas un día, se me acercó un estadounidense y comenzó a ayudarme. Su nombre es Saxon Gotfried, el fundador de Grace.  Se encontraba reclutando personas para sumarlas al proyecto que había creado. En ese momento me pidió que trabajara con él en la institución. No acepté. Pero no fue sino un año después cuando vi con claridad cuál debía ser mi misión.

​Estaba en la oficina donde trabajaba como ejecutiva de ventas. Escuché un bullicio que me sacó de concentración. Supe después que un chico se había suicidado lanzándose del puente en el río que quedaba justo al frente. Los presentes comentaban que había sido un venezolano, con tres hijos que se había quedado sin trabajo al inicio de la pandemia. Esa semana renuncié y busqué a Saxon para aceptar su oferta. Mi primer cargo fue como relacionista pública, pero tiempo después me convertí en la directora ejecutiva. Dedicarme a apoyar a migrantes y refugiados deriva de que soy parte de ellos y pasé por agobios semejantes a los que ellos han atravesado. También me motiva el haber recibido apoyo de otras organizaciones y lo mucho que valió para mi y mi familia, me anima.

​La fundación ofrece consultas de medicina general, pediatría, odontología y psicología gratis o a bajo costo. También otorga donaciones de ropa y apoyo pedagógico a niños refugiados con clases en línea. La poca o mucha ayuda que reciben los beneficiarios representa bien un cambio significativo para ellos o al menos un refugio para descansar antes de seguir.

​Dorina, Deinessix y Wilna quisieron escapar de un país donde el único futuro posible para ellas y sus hijos, era la desnutrición. Sin saberlo, llegaron a un país donde ese es el presente para muchos niños. A pesar de que ninguna supera los 35 años de edad, todas tienen algo en común, trabajan todos los días para salvar a sus hijos.

Fotos: Xavier Caivinagua A.