Los adioses

Jorge Dávila Vázquez // RINCÓN DE CULTURA

Siempre que decimos ADIÓS se va algo nuestro en esa palabra, perdemos un fragmento de nuestra alma, de nuestra vida, nuestra memoria, nuestro ser. 

Un día de principios de 1977, recibí una pequeña nota de felicitación por la publicación de “María Joaquina en la vida y en la muerte”, novela ganadora del Premio “Aurelio Espinosa Pólit”, 1976, y que circuló editada en los primeros meses del año siguiente.

La firmaba Bruno Sáenz Andrade, y fue el inicio de una honda amistad de 45 años, marcada por el sentido de lo fraterno, no solo por el afecto que nos unió desde entonces, con el gran poeta quiteño, si no porque nuestras familias entretejieron una red de afecto, de hermandad con los Sáenz Andrade,  sus parejas e hijos, y filial con su maravillosa madre, Piedad Andrade de Sáenz, mujer de extraordinarios talentos y suprema bondad.

Al principio hubo cartas, y alguna llamada telefónica; con el paso de los años, correspondencia virtual, teléfono, teléfono, teléfono, hasta tres o cuatro veces al día, todo basado en la gran afinidad de dos personas que creían firmemente en el oficio de la escritura, al que se dedicaban sin intereses de ninguna clase y solo llevados por el inmenso amor que Bruno y yo sentíamos por todo lo significaba LITERATURA, con mayúscula.

Agobiado por la enfermedad que me ha tenido, muchas veces en pésimas condiciones, sobre todo cuando me sometía a la Radioterapia, la noticia de su muerte nos llegó tarde y con un impacto tal, que mi mujer y yo volvimos a sentir el dolor de la orfandad, y nuestras lágrimas dieron buena cuenta del estado de ánimo en que caímos.

Y es que Bruno no solo era uno de los mayores poetas de su generación -la mía, la de quienes tenemos alrededor de 70 años-, sino un amigo en el perfecto y más hondo sentido del término.

Su muerte nos devastó. Nos sentimos tan destrozados, que cualquier mención a rasgos de esa grata fraternidad que nos unía, desembocaba en llanto. 

Cualquier contacto con su familia -su esposa Elena, su hijo Franz, sus hermanos y familiares- removía el hondo tesoro de nuestros afectos y nos destrozaba tanto como a ellos.

He intentado repetidamente escribir unas palabras de adiós, y no he tenido fuerzas para ello. Ahora, más de dos meses después de su partida, esbozo esta despedida, más que tal, un nuevo reencuentro. (O)