Contra la devastación

Alberto Ordóñez Ortiz

Estamos ciegos, porque pocas veces reparamos que La Tierra -nuestro azul planeta- es un ser vivo que vibra, respira, se estremece y nos estremece cuando nos es dable – por ejemplo- mirar cómo mar al fondo, hay una tarde que agoniza en mitad de ráfagas de candela. Las plantas, destellan vida y, de acuerdo a concluyentes pruebas científicas, piensan y sienten. Los animales, hacen otro tanto. Se afirma que su pensamiento analógico les permite tomar sus propias decisiones. Unas y otros, conforman nuestro mundo y defienden a ultranza su mandamiento mayor: Respetar y reverenciar la vida. Jamás provocan guerras entre sí. Sólo atacan en caso de sobrevivencia y cuando sus crías se ven amenazadas. Es interesante que, además, sepamos que los terremotos producidos por acción de los volcanes y por el choque de placas tectónicas, serían una forma de respuesta a nuestros imperdonables excesos depredadores. 

Por todo eso, debemos amplificar la voz y decir que todo crimen contra la vida y toda guerra –incluida la de ahora- mancha las manos con sangre inocente y marca para siempre. Entonces, no hay duda que el hombre –que no repara en matar a sus semejantes- es el mayor depredador. Ha acabado con miles de especies. A veces, impulsado por el incomprensible “placer” de cazar y acabar con ejemplares en vías de extinción, no se ha detenido. A su conjuro, la deforestación, el taponamiento de ríos y quebradas y el calentamiento global que más pronto que tarde cubrirá las islas y parte de los continentes, son su tétrica constante. Así las cosas, por penoso que sea, tenemos que admitir que sin nosotros la vida florecería en todo su milagroso y multifacético esplendor.

Entonces, el respeto por la vida es la exigencia suprema, porque solo así estaremos en unidad con el orden natural y la titilante armonía cósmica. Hacerlo significará recobrar la cuota de humildad que nos permitirá integrarnos a la luz de los cocuyos cuando iluminan las noches más oscuras. Hasta tanto, el conflicto bélico entre Rusia y Ucrania será el imborrable estigma de los que la promovieron, porque en toda guerra, los culpables descienden a las cavernas, pierden dignidad y terminan deshonrados. Ni más. Ni menos.  (O)