La muerte de Jesús

Hernán Abad Rodas

Jesús era muy paciente con los simples y los ignorantes, era como el invierno que aguardaba la llegada de la primavera, era paciente como la montaña con los embates de la tempestad; respondía con dulzura las preguntas que, estúpidamente, le formulaban sus enemigos.

Callaba ante vanas y erróneas discusiones, porque era fuerte, y al alcance del fuerte está siempre el poder y la fuerza de ser paciente; sin embargo, jamás toleró a los hipócritas y nunca encomendó sus poderes espirituales a los malvados y a los mistificadores.

Jesús conoció el mar y el cielo, habló de las perlas cuya luminosidad no proviene de nuestra luz, y de las estrellas que vigilan nuestra noche. Conoció las montañas tal como las conocen las águilas, los valles como los conocen los arroyos y los manantiales. Había un desierto en su silencio y un vasto vergel en sus palabras.

Dicen que Jesús tenía una dulce sonrisa, en sus ojos brillaba la luz de Dios; era a menudo triste, pero su tristeza era como un bálsamo para las heridas de los afligidos y desconsolados, cuando sonreía, tenía una sonrisa como los que tiene hambre de paz y justicia, o como los rayos de luna a orilla de un lago.

Jesús no era un sueño ni un pensamiento concebido por la fantasía de los poetas, sino un ser humano como yo, o usted respetable lector, en oído, en vista, en tacto; pero en todo lo demás, era muy diferente a nosotros por su naturaleza divina. De genio alegre, a través de la alegría conoció la tristeza de los hombres, y en el monte de los Olivos, desde la más alta cima de su aflicción, divisó la alegría de los hombres.

Cuando Jesús murió, murió con él toda la humanidad, y los ojos del cielo se abrían y cerraban provocando una fuerte lluvia que lavó la sangre que manaba de sus manos y pies.

Jesús murió sobre la cruz como un rey. Murió en medio del huracán tal como mueren los salvadores, como los grandes que seguirán viviendo la inmortalidad, a pesar de la mortaja y del sepulcro.

El materialismo tenaz en el que vivimos inmersos y la pérdida de los supremos valores humanos como: la paz, la verdad, la justicia, la solidaridad, la ética y la moral; nos demuestran que no hemos captado su mensaje, a pesar de que sus palabras fueron alegres y sencillas como el canto de un arroyo.

Viernes santo, Jesús ha muerto, Yo lloro alrededor de su cruz como cuando lloran los astros, y como cuando los pétalos de la luna caen sobre su cuerpo lastimado.

Jesús no buscó su destino, pero lo aceptó, como el labrador que, al enterrar sus granos en el corazón de la tierra, acepta el invierno, luego la primavera y por fin la cosecha. (O)