Cuenca de Los Andes

Mauricio Montalvo

Cuenca y el Austro se ve honrada con hijos ostentando las más altas dignidades en el País. El 1 de diciembre de 1999, la ciudad fue declarada “Patrimonio Cultural de la Humanidad”; y el 14 de enero de 2011, “Ciudad Universitaria” -R.O.Nro. 363-2011-. (Foto-archivo: Mag. José Ricardo Martinez Albornoz).

            Cuentan las crónicas de la conquista española en América que el 12 de abril de 1557 cuando el Capitán Gil Ramírez Dávalos, a nombre de Andrés Hurtado de Mendoza, Marqués de Cañete y tercer Virrey del Perú, fundó en el actual Ecuador la ciudad de Santa Ana de los Ríos de Cuenca escogió el nombre inspirado en la cuna del Virrey, aquella otra Cuenca, la española, también bordeada por ríos y, extensión de coincidencias en el tiempo, también patrimonio mundial de la humanidad en la actualidad.

            Sin embargo, la elección del sitio por los españoles no fue mera coincidencia.  El lugar escogido para la fundación de esta otra Cuenca, la de los Andes, fue un asentamiento importante aún antes de la conquista y cargado de historia.  El enclave primigenio fue sede de los Cañaris, pueblo aborigen de la región que, como nos enseña el mayor historiador ecuatoriano, el obispo Federico González Suárez, denominaron a la zona con el nombre de Gualdondeleg que significa «llanura extensa y hermosa»; según otras fuentes, el nombre cañari sería Guapondelic «llanura grande como el cielo».  En todo caso, la estratégica situación del enclave atrajo el interés del soberano Inca Túpac Yupanqui, quien una vez que sometió y conquistó al pueblo cañari, se afincó largas temporadas en esta zona que denominó Tomebamba y aquí nacería su sucesor al trono, Huayna Cápac.  Este último acrecentó la obra material iniciada por su padre en la región y levantó incluso fortalezas al estilo del Cuzco, la capital del Tahuantinsuyo, cuyos vestigios todavía persisten en el sitio arqueológico de Pumapungo, al sur de la actual ciudad, y en menor medida en otro núcleo arqueológico denominado ahora Todos Santos, que sirvió de base a un primer asentamiento español en la zona, hacia 1538.  Fuera de la ciudad al norte, un poco más apartada pero siempre en la región, se halla Ingapirca, que es el enclave inca mejor conservado en el actual Ecuador.

            Durante la guerra fratricida por el trono Inca entre Huáscar y Atahualpa, hijos de Huayna Cápac, Tomebamba fue arrasada por las huestes de Atahualpa, el vencedor, pues en la guerra los Cañaris tomaron partido por el hermano derrotado.  Cerca a esos restos los españoles iniciaron la fundación de la ciudad actual, que por la importancia estratégica e histórica del sitio fue prevista ya por el propio Francisco Pizarro al promulgar las Capitulaciones para la Conquista del Perú en 1529.  La ciudad, para la cual se previó originalmente un cabildo completo, tuvo el privilegio de llamarse «Muy noble y muy leal», adquiriría el rango de Corregimiento en 1563, de capital de Gobernación en 1776 durante el período de las reformas borbónicas y de sede obispal diez años después.  Inmersa en el proceso emancipador frente a la metrópoli española, Cuenca se declara independiente el 3 de noviembre de 1820, formaría parte del sueño Grancolombiano de Simón Bolívar (1822-1830) y ante el fracaso de este sueño, cuando el Ecuador nace como tal y totalmente independiente el 13 de mayo de 1830, se integra, junto con Quito y Guayaquil, como uno de los ejes fundamentales de la naciente república.

            La Cuenca republicana, que supo cuidar la tradición cultural, artística y arquitectónica de su rico pasado colonial, se consolida como la tercera ciudad del país y como el centro del desarrollo austral del Ecuador.  Situada al pie de los Andes, a 2.541 metros sobre el nivel del mar, en el punto de conjunción de cuatro ríos (Tomebamba, Yanuncay, Tarqui y Machángara), Cuenca disfruta de un admirable entorno natural y goza de un muy agradable clima primaveral durante todo el año, apenas enturbiado por ocasionales lluvias y vientos.  Su privilegiada situación geográfica no se ha visto afectada mayormente por el proceso de industrialización de las últimas décadas, no tiene síntomas de polución (que son particularmente graves y alarmantes en Quito, por ejemplo) y su crecimiento urbano, en su mayor parte aunque no siempre, ha sido respetuoso de la riqueza cultural y arquitectónica de su centro histórico, que desde el 4 de diciembre de 1999 consta inscrito en la Lista del Patrimonio Mundial de la Humanidad.

            Este pintoresco centro histórico es una afortunada combinación de la mejor tradición arquitectónica española con las técnicas e imaginación de construcción autóctonas que fue modelando desde su fundación una ciudad original y graciosa.  Su estructura básica es una respuesta afortunada a las directrices de Carlos V, compiladas en las Leyes de Indias de 1563, para la fundación y establecimiento de las ciudades en la América Hispana.  Las calles conservan su trazado lineal original, muchas de ellas aún con sus típicos adoquines de piedra parda (andesita), que conforman armónicas manzanas entrelazadas de tanto en tanto por alguna plaza o algún edificio religioso de importancia.  El trazo es fiel reflejo de las tendencias urbanísticas españolas de la época, trasplantadas a la América mestiza, y aunque, lastimosamente, no se conservan muchas casas de la época colonial, los transeúntes que las recorren pueden bien sentirse en las calles antiguas de las mejores ciudades españolas.

            Las edificaciones más representativas del actual centro histórico provienen de la época republicana de fines del siglo XIX y principios del XX, que aunque marcadas por otras influencias, especialmente en las fachadas, conservan armonía y homogeneidad con el trazado de estilo español de la urbe.  La construcción misma de esas casas responde directamente a dicho modelo, con patios interiores donde confluyen las habitaciones y otros espacios (algunas incluso añaden traspatios y huertos), amplios corredores, balcones y los obligados techos de teja roja pardusca que perduran y son muy comunes hasta hoy en la arquitectura cuencana, que a pesar de influencias de otros lares permanece fiel en esencia al estilo español.  Sin embargo, al paso del tiempo y envuelta en las imposiciones inevitables, pero poco felices, de la modernidad, la ciudad sufre algunas pérdidas, «profundos desgarrones» al decir de Hernán Crespo Toral, que reemplazan antiguas y señoriales casonas con edificaciones anodinas y un tanto extrañas al contexto histórico.

            Pero existe también una arquitectura vernácula, de corte más sencillo y popular, que ha contribuido a configurar el paisaje urbanístico de la actual Cuenca, nutrido por igual de los materiales de la zona (adobe, barro, bahareque, cal) y la inventiva de sus artesanos y albañiles, que ha favorecido el advenimiento de un estilo arquitectónico particular, entroterra, que sería la fusión de un estilo colonial español característico concretizado a través de la adopción de materiales y técnicas vernáculas.  Una de sus virtudes fue desarrollarse en un espacio libre, a pesar de la proximidad de las ruinas incas, y su ingeniería primigenia no alentó superposiciones en sus construcciones, como fue el caso de otras ciudades andinas, por ejemplo Quito y, sobre todo, el Cuzco.  Este ha sido, precisamente, uno de los sellos originales principales que ha llamado la atención a los expertos que recomendaron la inscripción de Cuenca en el patrimonio mundial.

            Conviene entonces destacar que el valor excepcional de la ciudad proviene no tanto del concepto monumental de sus construcciones cuanto de su admirable y válida capacidad para absorber los diferentes estilos arquitectónicos a través del tiempo pero con una habilidad y belleza que le ha permitido conservar en esencia su carácter original e insustituible de ciudad colonial.  La arquitectura, por tanto, guarda coherencia con la historia de la ciudad y sirve para conocerla e interpretarla; su pasado remoto indígena de Cañaris e incas, la impronta colonial española que prevalece indeleble, la contribución mestiza invaluable y única, la huella republicana en sus diferentes épocas que sienta las bases del crecimiento y, finalmente, la modernidad, que aunque vacilante a veces en el respeto del pasado, ha servido para configurar el rostro de la actual ciudad.

            Lo arquitectónico y material no es lo único, lo natural y el paisaje tienen también una función decisiva en la consolidación de la personalidad de la urbe y ayudan a comprender su desarrollo.  La elección del sitio desde épocas antiguas responde en mucho al enclave geográfico excepcional de la zona y con el cual la ciudad establece una especie de diálogo con el tiempo y su entorno, sus ríos sobre todo.  En ese ambiente rico y variado, destaca «El Barranco», el paraje más representativo de la ciudad frente al río, que alberga un conjunto arquitectónico muy pintoresco, entrelazado con sencillez y arte entre la naturaleza verde que florece a orilla de las aguas y que descansa como privilegiado testigo de la agitada y prolífica historia cuencana.  Si la Cuenca de España se precia de sus «Casas Colgadas» sobre la hoz del río Huécar, la Cuenca del Ecuador lo hace de su «Barranco» sobre el Tomebamba, que destaca por su gracia y esa suerte de homogeneidad en la diversidad, del balance entre lo material y lo natural, del contraste de estilos en sus casas y no menos de sus habitantes que confluyen, sin prejuicios entre medio, de distintos estratos étnicos, sociales y económicos.

            A la prevaleciente armonía del conjunto urbano de Cuenca con su paisaje y entorno natural como un todo, debe añadirse la importante significación de algunas de sus construcciones y edificios considerados individualmente.  Por sobre el tramado lineal y casi perfecto de sus calles y manzanas destacan las construcciones religiosas, también representativas a su vez de momentos históricos de la ciudad.  Desde lejos, aproximándose al centro, se distingue con facilidad la Catedral nueva, de color salmón y cúpulas azules, fruto del fervor religioso de fines del siglo XIX y que estaba llamada a ser una obra monumental «tan grande como la fe de los cuencanos» según cuenta la tradición oral.  La construcción demandó mucho más tiempo -y dinero- del previsto, al punto que su finalización bastantes años más tarde sólo fue posible gracias a impuestos especiales y al gran tesón de los fieles.  Frente a este imponente edificio reposa la otra Catedral, la vieja, que fue levantada en el siglo XVIII y cuya permanencia ha contribuido a fraguar el comentario, no sin cierto humor, que Cuenca es el único arzobispado con dos catedrales.  Luego, desperdigadas en la urbe pero nunca en desentono, una serie de edificaciones religiosas importantes como las iglesias de San Francisco, Santo Domingo, San Roque, San Sebastián, San Alfonso, San Blas, El Cenáculo y Todos Santos sobre el Barranco, o los conventos de El Carmen de la Asunción, cuyo refectorio alberga una de las mejores colecciones de pintura popular en América, y de la Inmaculada Concepción, cuya iglesia es la única espadaña de la ciudad y que ha hecho espacio en su monasterio para un valioso museo de arte religioso, digno de ser visitado.

            La arquitectura no religiosa también tiene su espacio y significación, y para su identificación los cuencanos han recurrido con imaginación y no poco humor.  Ahí están la «Casa de la Temperancia», que antes albergaba alcohólicos y ahora al Museo de Arte Moderno, o la casa de «Las Posadas» que es una de las pocas construcciones íntegramente conservadas, que solía acoger a los antiguos arrieros antes de sus viajes, o las típicas calles de los «Olleros» o de los «Herreros».  Hacia fines del siglo XIX y principios del XX se añaden algunas edificaciones de factura distinta, que coinciden con el florecimiento económico cuencano de la época.  El momento coincide con el auge exportador de la cascarilla (quina) y del tan aquilatado sombrero de paja toquilla (deformada y engañosamente conocido en el mundo como sombrero de panamá), que genera una inyección importante de divisas en la zona y promueve un desarrollo económico sin precedentes en la ciudad.  Se percibe entonces cierta influencia francesa, y de pronto aparecieron en el contexto urbano construcciones de tres pisos, con áticos, mansardas, cornisas, frisos, flameros y techos más altos como puede apreciarse en el Seminario Arquidiocesano, la Universidad de Cuenca (hoy Palacio de Justicia), el Colegio Benigno Malo, el antiguo Banco del Azuay y no pocas casas particulares.

            El recorrido de sus calles es una invitación gratuita a apreciar por igual la agitación y la apacible vida que transcurre en los típicos barrios de la ciudad (La Suelería, Las Herrerías, El Chorro, Convención del 45, El Vado, San Sebastián, El Padrón, Escalinata, Todos Santos, La Salle, El Vecino, etc.), en el engranaje de puentes que adornan la ciudad sobre sus ríos, especialmente los que van hacia el tradicional Ejido, desde los cuales se puede apreciar aún estos días a mujeres lavando sus ropas contra las piedras del río, y sobre todo alrededor de las varias plazas cuencanas, que son parte de su identidad, como el Parque Abdón Calderón, que corresponde a la antigua Plaza de Armas o Plaza Grande y que es el verdadero corazón de la ciudad, los parques de San Blas y San Sebastián que invitan a la nostalgia, el llamado «Parque de Las Monjas», junto al templo de las conceptas, o el «Parque de las Flores», pegado a su vez al edificio de las carmelitas y que ha generado un pintoresco mercado al aire libre, cada cual con su espíritu y vida característicos que traducen otras tantas facetas de la vitalidad cuencana.

            Esta última, es decir su gente y su cultura, es también patrimonio importante de la ciudad.  Por su carácter andino, enclavados en la serranía, los cuencanos desarrollan una personalidad muy fuerte, tal vez un poco cerrada sobre sí misma, aunque con obvios referentes hacia las otras dos ciudades grandes del Ecuador, Quito y Guayaquil.  Frente a ellas, capital política y administrativa la primera, capital económica y comercial la segunda, Cuenca forja, a distancia, su hegemonía en la parte austral del país y asume el papel que la geografía y la historia del país le han impuesto.  Lo hace con rasgos de carácter particular, gravitada quizá por su relativo aislamiento geográfico de antaño, que no siempre estuvo suficientemente expuesta a la diversidad y al contacto, lo cual indujo a una valorización extrema de lo suyo y a una segura confianza en su propio esfuerzo.  Es tan marcada la personalidad del cuencano que incluso en la palabra impone la diferencia, tanto en su esfuerzo por guardar un hablar castizo puro como en su inocultable e inconfundible entonación que despierta una inevitable simpatía y seducción.  No se diga en la palabra escrita, en la cual han descollado desde siempre los cuencanos y cuya tierra ha ofrecido al Ecuador algunos de sus más célebres poetas y escritores, a quienes habría que añadir desde los tiempos coloniales oradores, polemistas, ensayistas, músicos, pintores, escultores y artistas de toda clase, siendo imposible dejar de mencionar a sus artesanos, orfebres, tejedores, ebanistas, ceramistas y alfareros, lo cual ha conducido a denominar a Cuenca «La Atenas del Ecuador», para no poco orgullo de sus habitantes.  No debemos olvidar, además, que razones de peso existen para que Cuenca haya sido escogida por la Organización de Estados Americanos (OEA) como sede del Centro Interamericano de Artesanías y Artes Populares (CIDAP).  La cocina no está excluida de las artes cuencanas y sus platos ocupan lugar de nota en el recetario ecuatoriano, con originalidad en las sazones pero también en los nombres, como el famoso «mote pillo» elaborado a partir de un tipo especial de maíz, que es el producto más diversa, creativa y finamente tratado en la región.

            La ciudad no ha sido ajena, tampoco, a las vicisitudes políticas de la República y ha asumido no pocos protagonismos.  Cuna de varios presidentes de la Nación y de otros tantos ideólogos del pensamiento público y político ecuatoriano, Cuenca al tiempo que ha sabido cultivar y cuidar a través de los siglos su tradición artística, cultural e intelectual, ha sido siempre un lugar de inquietudes y discusiones políticas, un especie de microcosmos que ha reproducido en su seno casi todos los conflictos, debates y hasta guerras ideológicas y partidistas del país.  Es también un lugar rico en tradiciones religiosas y festejos populares, expresiones ancestrales marcadas por la fe católica que conjugan, a veces sincréticamente, la esencia india, mestiza y criolla de la ciudad.  Destacan su internacionalmente conocido «Pase del Niño» que es un deslumbrante festejo por las calles de la ciudad en la época de Navidad, el «Septenario de Corpus» hábil adaptación al calendario católico del «Inti Raymi» (Fiesta del Sol) indígena, el «Juego de la Escaramuza» tradición popular religiosa de la periferia y, no propiamente en la ciudad pero cerca, «La Fiesta de Toros del Señor de Girón».

            Su bien ganado prestigio de ciudad letrada del Ecuador, Cuenca lo ha llevado consigo en su historia y el reciente registro como Patrimonio Mundial de la Humanidad viene a confirmarlo.  Pero más allá de lo que este justo reconocimiento implica, tal declaratoria ha tenido un impacto admirable y muy positivo en sus habitantes, no solamente en sus autoridades sino en la sociedad cuencana en general.  La gente ha acrecentado el afecto por su ciudad, ha ganado respeto por sus valores y tradiciones, está más consciente de la importancia de conservar y preservar este patrimonio y, en general, ha generado una transformación psicológica colectiva marcadamente favorable de la población hacia su ciudad.  De ahí que sea tan grato constatar en el Ecuador, un país particularmente golpeado y empobrecido por la crisis en los últimos años, que una simple declaratoria, es decir el reconocimiento de Cuenca como Patrimonio Mundial de la Humanidad, haya despertado este nivel de entusiasmo y responsabilidad en la gente; más aún, que lo ha hecho con tal dinámica y cargada de tal ilusión, que solo por ese detalle la Convención del Patrimonio Mundial ha justificado una vez más su afortunada existencia.

(Publicado en la Revista del Patrimonio Mundial N° 22, París noviembre 2001)