La cueva de los fantoches

Jorge L. Durán F.

Se los ve enternados, casi nunca consternados por lo que suceda más allá de su cuchitril.

Ellos gustan de fino lino y gabardina, zapatos chuzos y barba a lo chulo. Ellas portan vestidos importados, carteras Quaglia o Squash; perfumes Paco Rabanna o Calvin Klein, aunque otras disimulan con cintillos arco iris y agua florida.

Un día juran ser salvadores; al siguiente perjuran y asoman sin siquiera lavarse la cara.

Dicen ser doctos, todólogos, honorables, hasta que descienden del sol, pero en la cueva tartamudean, leen sus discursos, que otros los redactan, sin que les duela en lo mínimo el idioma y no entiendan la materia que tratan.

Unos son parte de un rebaño. Tienen tantos rulos en sus cabezas diminutas; tanto repelente para no atraer moscas. Mutaron de sabandijas a lobos. Son el séquito de personajes siniestros. Son el ejército de una masa que con todo arrasa. Han pactado con el diablo, vendiéndole sus almas, para reinar en el país, llenándolo de impunidad e inmundicia.

Otros condenan las trapacerías de los otros; pero a esos mismos otros que un día les escupieron, les vejaron, les dijeron que no valen ni para barrer porquerizas, les hacen la venia, les limpian las solapas y beben en la misma copa.

En esa cueva de fantoches reinan los que se acomodaron al mejor postor, los que fueron salvados pese a robar, a comprar conciencias y, lo peor, a succionar el sueldo del trabajo ajeno.

Van y vienen, alzan las manos o las esconden, asoman o se esfuman, porque, habiendo perdido la dignidad, deben ajustarse a los planes de sus verdugos.

Otros ya están sentados en el trono de la cueva. Desde aquí conspiran, traman, negocian. Permiten jugadas tramposas para satisfacer el afán ruin de quienes ahí les colocaron, sin tener mayor mérito que un alma luciferina.

Cual polillas, minan, socavan a todos quienes creen que son sus enemigos. Cual ratas territoriales defienden sus feudos, quieren volver a ellos; mandar y comandar. Para sacar del camino a sus oponentes inventan acusaciones diabólicas, algo así como castigar al perro que aúlla, aun sabiendo que acechan los ladrones.

Metidos en esa cueva, nada ni nadie les importa. Desde esa cueva se aprestan a dar el zarpazo final a la República. A oscuras barajan las cartas, las reparten, arman las jugadas, tienen árbitros propios.

Les importa un bledo que nadie crea en ellos. Ya no tienen “sangre en la cara”. Su fantochería todo lo puede. Les ha endiosado, tanto que, igual que el chancho en sus excrementos, se revuelcan en sus inmundicias.

¡Abominables!  (O)