¿Envejecen las almas?

David G. Samaniego Torres

Si las almas envejecen o no lo hacen, jamás me lo pregunté. Hay interrogantes que nunca nos formulamos porque pretendemos tener la respuesta, o quizá, la incertidumbre es tan fuerte que se termina por desecharlos. Las preguntas que llevan implícitas repuestas de algún modo cuestionadas terminan por ser desechadas y, con razón. Nuestra mente tiene ventiladores potentes que alejan pensamientos fútiles o temas intrascendentes para dedicarse a desarrollar tópicos hasta entonces no debatidos o de respuestas cuestionadas.

Ecuador se ha especializado en hacerse de temas interesantes y complicados a la vez, de clasificarlos para depositarlos luego en algún rincón, pero sin llegar a estudiarlos, desecharlos o aceptarlos para el respectivo trámite. Esta forma de proceder lleva a un final imposible de ser aceptado: hacerse de un espacio, físico o mental, para dar cabida en él a temas no resueltos aún y que conllevan la posibilidad de permanecer como tales.

Nuestra mente tiene su propio orgullo. No se contenta con las respuestas o explicaciones de terceros, porque ella pretende, y en ocasiones lo consigue, entregar sus propias respuestas.  Cabe señalar que no se trata de trámites por hacerse sino de una postura mental que se convierte en una criba que deja pasar para su análisis solamente aquello que tiene visos de verdad o de utilidad. Lo que se busca es no quedarse con cabos sueltos. Hacer los trámites que deben hacerse y encontrar las respuestas precisas a inquietudes postergadas es su misión.

Escribo estas divagaciones para ´los más jóvenes’ porque los viejos tenemos algo adicional: nuestros registros son algo borrosos y cuando algo entra en esos registros es para siempre, porque resulta difícil exponerlos otra vez sobre tapete.

Temo que se está quedando rezagado el tema: ¿envejecen las almas? No he leído algo al respecto, la respuesta la extraigo de mi mente. Si las almas son espíritu y estos son inmateriales, pues, a mi entender no tienen la capacidad de envejecer. Las apariencias nos engañan y mucho. Lo que sucede es que el espíritu es invisible, totalmente inmaterial, pero vive encapsulado en la materia. A un ser humano lo vemos y valoramos a través de sus comportamientos corporales: si ríe, llora, está feliz, sano o enfermo, lo sabemos a través de su cuerpo.  Los viejos dejamos a nuestras almas inmarcesibles carentes de instrumentos de expresión. Al parecer las almas no tienen tiempo para envejecer. (O)