Uno sabe que la vida pasa cuando las certezas de la vida llegan a reemplazar la magia de la infancia, la mirada del niño que creía, que sabía volar. Y no es tan malo, a fin de cuentas. Es el árbol joven que piensa que el mundo es el arroyuelo que corre a su lado; hasta el día en el que, más alto que el resto, el arroyo le parezca pequeño y encuentre, dando sus frutos, un propósito en la nostalgia.
Así llega el momento, en el que el hombre sabe que el niño ha quedado atrás; y tal como el árbol, regresa a sus raíces para reconocer su tierra y comenzarla a amar; así vuelvo yo a las mías, viejo querido, para mirar cuanto me diste, ¡quererte carajo! y reconocer cuanto te he llegado a admirar. De ti comienzo viejo, de tus manos aprendí a sembrar palabras, a prender esa candela de hombre bueno que hoy trato, antorcha encendida, de pasarle a la Sofi, conservando tu luz. De ti el orgullo, el bueno, el que ennoblece; y esa paz contagiosa del que confía sin temor a la traición pues conoce el arte de reconocer la luz en la mirada de los justos.
Te tengo que decir que aún me asombra esa capacidad tuya de ir tejiendo las hebras del hombre viejo que tiene niño el corazón. Y mirándote aprendo, cuando te observo con la mamá en esas tardes largas de ese otoño que solo ustedes dos comprenden, cómo se debe querer a una mujer. Y es simple: queriendo siempre y queriendo bien.
¡Caramba! Es tanto lo que te debo. Me diste la Patria, este amor doloroso hecho con girones de bandera, con retazos de tiempo, y con esa convicción de viejo liberal radical que me has metido entre el pecho y la espalda. Porque en eso soy como tú: la patria me duele en los canallas y respeto, sobre todo, el honor y la lealtad. ¡Eso me regalaste viejo! Y eso es lo más que se puede regalar.
Eso y estos rasgos tuyos, por los que la gente pregunta, reconoce, me sabe, hijo tuyo… (O)
@andresugaldev