¿Habrá vida eterna?

Karina Elizabeth López Pino

En estos meses en el que el virus se ha posesionado en el mundo dejando como marca ese frío de la muerte y esa constante ruleta de altas posibilidades de contagio es necesario preguntarnos ¿estamos preparados para morir?

Si la mayor parte de la población tiene un currículum impresionante para las exigencias del campo laboral ¿qué tan actualizadas están nuestras hojas de vida para el más allá?

Indudablemente hay mucha inquietud por lo desconocido y esto, a un gran número de la población le causa miedo por no tener el control en sus manos. Antes del COVID-19, la gente moría a diario y el mundo seguía su ritmo quizá por la lógica del pensamiento de que nacer es normal y mientras no se sienta esa partida tan cercana no interesaría reflexionar que el ciclo de la vida debe necesariamente terminar con la muerte.

Empezamos a contemplar la mortalidad cuando un ser amado se nos va y solo en ese contexto de dolor y perdida logramos asimilar que la muerte es ese intruso en el gran barco de la vida. Cuando Dios creó a Adán y Eva no diseñó la muerte para la humanidad; su promesa y regalo fue la vida eterna. La desobediencia trajo consigo el pecado y la muerte.

Quienes se han interesado por una vida espiritual entienden claramente que la promesa de una vida eterna sigue vigente. Frente a la cercanía de la muerte hay que descubrir lo que realmente es importante. Entonces solo así se puede entender por qué a algunos les aterra pensar en la posibilidad de morir y otros precisan lo que dijo el apóstol Pablo: “para mí el vivir es Cristo y el morir ganancia”.

Sabían que todos los seres humanos en algún momento de la vida nos enfrentaremos a una peregrinación larga que mide apenas 40 centímetros, esto es la distancia que va desde la cabeza al corazón, o dicho también de la mente al alma. Esta peregrinación aparece cuando se pierde a lo que más se ha amado, es un proceso que sin la aceptación podría durar toda una vida y esto se da porque el corazón no acepta la ausencia de ese padre, abuelo, hijo, esposo, amigo. La aceptación y la resignación no llegará sin la ayuda de Dios.

El adiós es ese eminente desafío de la vida. Y la ausencia es ese recordatorio lacerante de esa partida para siempre. Hay personas a las que realmente les cuesta despedirse y aceptar.

Dios, el Creador, el gran Yo Soy o como lo llamemos nos permite compartir la pena y el dolor a fin de que la carga sea más liviana. Para el peregrinaje se necesita gente que este sintiendo el mismo dolor de esa despedida fugaz.

Llorar no es malo, es más bien libertador. Hay que vivir el luto, darse tiempo para despedirse y encontrar el consuelo en los brazos del Creador, a través de la oración. Solo así el corazón habrá aceptado lo que la cabeza ya sabe.

Entonces, ¿Habrá que temer a la muerte? (O)