Eliécer Cárdenas

Alberto Ordóñez Ortiz

Allí está su legado. Amplio. Intemporal. Luminoso. Destinado a perdurar en el tiempo y sobre el tiempo. Las obras valiosas siempre superan el periplo de vida del autor y quedan como centinelas que custodian y hacen guardia perpetua de las mismas. Por eso, su legado continúa –y continuará- empecinadamente vivo, como si jamás se hubiera ido, porque su obra fue escrita con fuego vivo y quemante, con ese fuego que nunca cesa porque surge de las mismas entrañas de la vida. 

Como creador se sometió a estrictos horarios que derivaron en sagrada ceremonia creativa diaria que iba de la mano de su tenacidad por llevar la belleza hasta el límite y extraerle el último aliento, sin que nunca cesara en ese propósito que, finalmente se transmutó en la clave de su deslumbrante estética. De allí, precisamente, es de donde surge la vigencia de su obra que, por su solidez nunca perderá actualidad y conservará su antorcha siempre encendida. 

Inclaudicable militante de las letras, su portentosa voz estuvo hecha con la inconfundible luz que emplean los maestros en el difícil arte del buen decir, propia de su rigor estilístico que terminó por convertirle en uno de los mejores, -sino el mejor- novelista ecuatoriano de nuestra historia. No dejó de interrogar al tiempo –al nuestro- y nos transmitió sus apremiantes respuestas. Por lo demás, alejado de las poses, la amabilidad y la sencillez marcó su trato con los demás y, cuando emitía juicios críticos sobre la obra de otros, la generosidad brilló con sus más intensas luces. Nuestra fugacidad hizo que en un rapto de singular agudeza diera a su más celebrada novela el nombre de “Polvo y ceniza”, destino final de todos los hombres. Permítanme concluir con el conocido y sabio refrán castizo: “Era bueno como el pan y dulce como el vino”, pero, agrego, de la mejor y más gloriosa cepa.  (O)