Preludio navideño

Alberto Ordóñez Ortiz

La Navidad avanza triunfal. Su presencia refleja sobre el telón de fondo de los árboles de Navidad su rostro dolorosamente ambivalente: el fasto que surge de las billeteras llenas a reventar, como la desventura de los que no tienen billeteras que, desde siempre mantienen las manos extendidas frente a la total indiferencia de los primeros. Todo ocurre en una secuencia en que la brutal algarabía de la iniquidad evidencia las profundas desigualdades de este mundo que en el bien decir del gran novelista peruano Ciro Alegría, “es ancho y ajeno”. ¡Sí! sin que quepa duda posible, ancho y ajeno para los que viven al margen –marginados- de casi toda posibilidad económica, esto es de quienes con un dólar diario deben sostener a familias que, para completar el desolador cuadro, superan la media de 4 miembros. Es de mirarlos, como se dan modos para hacer el milagro de los panes y los peces. Y, día, por día. Sin exceptuar ninguno. 

Hay música alegre en las calles, en los almacenes, en los restaurantes, en los lugares donde con el tambor de su descomunal soberbia, el dólar redobla su regocijo interminable, pero, también, hay esa otra música que suena a desventura, a sombra, aquella que nadie quiere escuchar, ni escucha, porque sus oídos están ocupados en oír la sinfónica canción de sus bien provistas tarjetas de crédito. La paradójica contienda se instala sin que nadie se le oponga, posiblemente porque los abismos que separan a unos de otros, se abisman más todavía. 

En los pesebres de los nacimientos, en los que el vaho de los conmovidos corderos y demás mansos semejantes, apenas alcanza para calentar la infausta desnudez del niño Jesús, el desamparo extiende su túnica sin túnica sobre el inocultable llanto del musgo, mientras, de una u otra manera, diciembre, sin poder soportar más, se desangra hasta la última gota. (O)