Claudio

Jorge Dávila Vázquez// RINCÓN DE CULTURA

Yo era cobrador del Banco del Azuay desde los 16 años. Iba de casa en casa buscando el pago de una enciclopedia que la Editorial González Porto había vendido a numerosos cuencanos cultos.

Un día tuve la suerte de conocer a Juan Cueva y fuimos amigos ya para toda la vida.

Él me inició en la literatura contemporánea, pues mis abundantes lecturas llegaban hasta el siglo XIX.

A él le debí Kafka, Camus, Sartre, Mauriac, de los que recuerdo, y también muchas amistades importantes. Un día me presentó a Claudio Cordero Espinosa. En su acostumbrado tono zumbón, él le preguntó si yo era su discípulo. Juan se ahogaba de la risa. Dijo que no era Jesús, y yo, su amigo.

“Siempre que tengas duda de algo”, dijo sentenciosamente Cueva, acude a él. Es más sabio que la enciclopedia universal. Y, con el paso del tiempo, me convencí de esa verdad.

Un día, un periodista capitalino, muerto hace tiempo, me dijo que le consiguiera una entrevista con Manuel Agustín Landívar -que nos deslumbró con su saber sobre las culturas preincas, y su desmesurado amor por cerámicas fragmentarias, como la de Challuabamba.

Y luego, me dijo que quería conocer a alguien excepcional. Le hablé de Claudio, con un entusiasmo que a él le pareció excesivo, pero me pidió que lo contactara. Fue un encuentro magnífico. El periodista no acababa de salir de su asombro y Claudio hacía un derroche de sus saberes, sencillamente, como era usual en él en esa época.

Con el tiempo, nos acercamos y alejamos del gran hombre, como ocurre a lo largo de la vida.

Conocí a sus padres, cuando iba en busca de su sobrina querida, María Rosa Crespo; hice amistad con Cecilia Cueva, hermana de Juan, mujer excepcional que fue su compañera de vida, y más tarde conocí a sus hijas, sobre todo Ana, con quien mis hijos hacían títeres, y Silvia, joven de inteligencia excepcional, cuya muerte temprana causó en Claudio un dolor sin fin: “Amor sólo tú perduras intacta en mi corazón/ para siempre/ más allá de las tempestades de la muerte/y su finar indescifrable”. Escribió.

Ahora se ha ido. Él siempre tan seguro de sí mismo debe estar un poco desconcertado frente a la Eternidad, y andará buscando a sus seres amados, su hermano, el excepcional poeta Jacinto; sus amados padres; su cuñado Juan; su Silvia perenne. ¡Que descanse en paz, querido Claudio! (O)