La pelota bendecida

Aníbal Fernando Bonilla

El balón coadyuva al ritual. Ha iniciado el fervor con el ingenio y los pies. El bullicio es apenas la advertencia de un desquicio colectivo. Son veintidós quijotes dispuestos a conquistar la gloria, encaramados por el triunfo momentáneo. La felicidad del aficionado se reproduce en las calles y plazas. No importa la etnia, sexo, religión, credo, sino el estremecimiento unívoco por el balón. Y con ello, la emoción del gol.

El estadio es el monumento al derrumbe de multitudes;mansión de los pobres y ricos, monasterio donde evocan plegarias iconoclastas, conjugación de gritos y lágrimas. Los dorsos desnudos se descubren en un intento por develar la máscara posmodernista. En los graderíos, mujeres hermosas se contornean al ritmo incontrolable de la seducción. La cerveza salpica la espuma del descontrol. Las hinchadas con júbilo dedican su bravura al cielo. Es una escena indescriptible. Noventa minutos cuyo oxímoron es el infinito. El tiempo se detiene y a la vez se esfuma, junto con el sonido catalizador de ilusiones. Las banderas flamean como símbolos, como identificación geográfica, como anhelo histórico. 

El fútbol más que un deporte, es un elemento de complemento identitario. La explosión de la anarquía social se observa desde el tumulto, en las puertas de acceso al estadio. Congrega su atención a todos los estratos sociales, sin reticencias. La jugada perfecta es el simulacro para el festejo multitudinario. Esas veintidós máquinas humanas juegan por similares objetivos, reteniendo el aliento de la fanaticada. El césped tiene el color de la esperanza. Acoge con dureza a los gladiadores que asentados en sus raíces enaltecen la dignidad de sus camisetas. 

El Mundial de fútbol es la máxima expresión de este deporte que alimenta los sentimientos populares. En esta cita de la pelota, se concentran -por supuesto- intereses económicos y hasta políticos. Cada partido atrae nerviosismo. Un tiro de esquina es el camino posible a la meta trazada. Un penal es la puerta abierta para el grito incontenible de la masa enardecida. Los segundos transcurren y la angustia se desborda en las gradas delirantes. 

El pitazo final inclina la mirada de los perdedores y ahuyenta la tensión de los triunfadores. El templo se vacía. La alegría fugaz ha culminado.