El arte como artilugio

Aníbal Fernando Bonilla

El arte como enigma plasma las entrañas del hombre y las honduras del firmamento. Desde el caos se construye y reconstruye elementos disímiles que tienden a compactarse en el tiempo, a través de un periplo de intensa gravidez espacial.

Cada componente artístico es una boya de salvación ante el oprobio y desequilibrio que registra un sistema inequitativo, criminal e impune. Eduardo Galeano en Ser como Ellos y otros artículos ya lo advirtió: “La trampa del hambre y la trampa del consumo operan con impunidad, y así se va abriendo la brecha que separa a trampeados y tramposos: cada vez hay más distancia entre la inmensa mayoría que necesita mucho más que lo que consume y la mínima minoría que consume mucho más que lo que necesita”. Moramos en un mundo del “sálvese quien pueda”, en expresión de Ernesto Sabato, en La resistencia.

El arte exterioriza la exégesis de la realidad y los distintos sentidos y estilos que ratifican el misterio de la vida, aún a sabiendas, que la muerte es componente inevitable de la tragedia humana.  Ese ciclo que arranca desde el origen se cierra en las antípodas del mismo, a través de la dama de vestido negro que recorre los callejones melancólicos, recogiendo sus insondables huellas que le guiarán a una discutible eternidad.

Desde la connotación artística se alienta a la disputa entre lo profano y lo divino, se plantea aristas que superan oquedades, porque al final, el arte privilegia la trascendencia de las cosas. Asimismo, el arte asume su rol cuestionador en la sociedad y se sumerge en el mar de las tentaciones que mueven y conmueven al ser. El arte fue -y, posiblemente, siga siendo- la invocación íntima a los dioses en un ambiente en donde prevalece la quietud, luz y sombra del creador. Aquellos demiurgos no dejan de merodear los intersticios del taller de trabajo. Sin embargo, tras discurrir en aquel proceso introspectivo viene el otoño, y con sus hojas, la necesaria divulgación del corpus inventado.

“[…] El arte es la manera de ver el mundo de una sensibilidad intensa y curiosa, manera que es propia de cada uno de sus creadores, e intransferible. […] No se hace arte, ni se lo siente, con la cabeza sino con el cuerpo entero; con los sentimientos, los pavores, las angustias y hasta los sudores”, definió Sabato en El escritor y sus fantasmas. (O)